Darío Canton | Escritor & Poeta
PUBLICACIONES | Literatura | De la misma llama - De plomo y poesía (1972-1979)

A mí no me basta una descripción general

Diario de Poesía - Nº 73 - Edición Aniversario 20 Años |Septiembre - Noviembre de 2006- p. 6
Osvaldo Aguirre

Libros como Corrupción de la naranja (1968), Poamorio (1969), La mesa (1972), Poemas familiares (1975) y Abecedario Médico Canton (1977) han situado a Darío Canton (9 de Julio, Buenos Aires, 1928) en un lugar propio dentro de la poesía argentina. Su obra, iniciada en 1961 como un poema largo, La saga del peronismo, incluye además Asemal, hoja periódica que editó entre 1975 y 1979. Actualmente trabaja en De la misma llama, autobiografía proyectada en seis volúmenes, de los que publicó hasta el momento tres, y donde incluye sus poemas con sus borradores y versiones y una indagación, exhaustiva hasta el asombro, de las circunstancias en que los escribió.

Entrevista de Osvaldo Aguirre

-El proyecto de la autobiografía intelectual que se concreta con De la misma llama se insinúa claramente desde mucho tiempo antes. ¿Cómo fue gestándose?

-Empecé a escribir en 1950 y diez años después llegué a (Alberto) Girri. A principios de la década del 60, estaba por irme a Estados Unidos con una beca para estudiar sociología, ya que originalmente me había graduado en filosofía. Estaba en conflicto con mi profesión, dudando entre la sociología con la que se suponía me iba a ganar la vida, y lo que quería hacer, que era escribir. Lo conocía a (Héctor A.) Murena, él fue el que vio las cosas que escribía; se las mostraba cada tanto; siempre me alentó, creyó que tenía posibilidades de expresarme poéticamente. Fui a verlo a su trabajo, en el Servicio de Informaciones de los Estados Unidos, con un conjunto de poemas escritos entre el 59 y el 60. Pero Murena no estaba; salió Girri a decirme que se había ido a Europa y tardaría varias semanas en volver. Me quedé sorprendido, y frustrado, porque para mí en ese momento era vitalmente importante que alguien que me merecía confianza, o respeto, viera lo que estaba haciendo, me dijera algo. Se me ocurrió preguntarle a Girri si estaba dispuesto a leer lo que llevaba. Y Girri me respondió que sí, con una aclaración: “Mire –me dijo- yo voy a leer con mucho gusto lo que usted me traiga. Pero le voy a decir lo que me parezca: si me parece bien se lo voy a decir, y si no me parece bien, también se lo voy a decir. Y amigos como siempre, ¿eh?”. Después le llevé textos y me hizo una serie de observaciones. Incluso tengo una página con algunas marcas que él me hizo, que pienso reproducir en el tomo más histórico de De la misma llama, el de mis comienzos.

-¿Cómo fue la relación con Girri?

-Estuve dos o tres veces con él antes de irme a Estados Unidos, me hizo sugerencias, recomendaciones de poetas a leer. Eran todos los mejores poetas europeos y norteamericanos contemporáneos. No sé si en ese momento o después, cuando volví, pero me parece que fue en ese momento, le dije que creía que tanto como lo que me estaba señalando me podía servir ver los materiales de él, tal cual los trabajaba. No fui lo suficientemente enfático, o no sé qué, pero eso nunca llegó a pasar. Yo necesitaba ver lo que hacía la gente que trabajaba en lo que yo quería trabajar. Eso para mí era clave. Siempre tuve esa idea de que uno debía dar testimonio y mostrar, poner las cartas sobre la mesa. Después, en Estados Unidos tuve oportunidad de ir a una biblioteca en Buffalo, donde se guardan manuscritos de poetas ingleses y norteamericanos en microfilm. Pasé tres días mirando eso. Vi lo que sabía por mí pero que necesitaba observar en otros: hojas llenas de tachaduras, de correcciones, reescrituras, primeras versiones que después cambian.

-Se trataba de ver el trabajo de la escritura.

-Claro. Ahora, esa idea empezó a perfilarse más cuando en la década del 70 dejo la sociología como ganapán, me “retiro”, entre comillas, y me dedico fundamentalmente a trabajar en literatura. En ese momento retomé viejas ideas y hay una carta en que le escribo a un colega sociólogo norteamericano a propósito de cosas que hace él y de cosas que me había sugerido que yo podía hacer con la poesía, en el sentido de mostrar cómo uno trabaja. Esa carta es del 73: ahí ya está el germen, aparte de mi conversación con Girri, de lo que después se concretó, cuando a mediados de la década, trabajando para publicar Asemal, empecé a juntar ejemplos de trabajos poéticos. Entonces tomé poemas míos y me puse a transcribirlos. Es decir, tenía el original y la versión publicada, y me puse a aparear los textos, a tratar de verlos como si trabajara sobre un poeta cualquiera, desconocido, para ver cómo se llegaba de una redacción inicial a una versión final y cuáles eran los cambios que había y cuáles podían ser las explicaciones. En el caso de los poemas compuestos en esa época tenía todo muy fresco; en el caso de los poemas más viejos, no, era más complicado, pero algo podía aventurar.

-Las hipótesis deben ser relativas, porque ha conservado un corpus notable de anotaciones y borradores.

-He perdido cosas, pero en general soy de conservar. Vengo de una familia que conservaba cosas, y de chico ya lo hacía. Yo he sido un niño Billiken, guardaba religiosamente los Billiken, y también Patoruzú. Y El Gráfico, que llegaba para mis hermanos y para mí.

-¿Por qué esa cuestión de guardar?

-(Risas) En general mi familia era gente de guardar. Cuando yo era chico, pasé un tiempo en la casa de mis abuelos, en Carmelo, Uruguay. Ahí había un cuarto destinado a las revistas. Era la segunda mitad de la década del 30, pero había revistas de principios de siglo, como PBT, Caras y Caretas, El Hogar. Yo leía todo eso. Y las revistas que compraba las guardaba, las coleccionaba. Si uno hacía esto con cosas de otros, es natural que al mismo tiempo coleccione cosas propias. El tema es éste, y cierro, para no irme en digresiones: a mitad de la década del 70 me puse a trabajar en esa transcripción de poemas míos y cuando tuve una cantidad regular hice una selección de diez. Ya apuntaba a algo que tuviera que ver con los tomos, y los di a leer a un grupo de lectores cercanos que tenía en ese momento: Juan Andralis, el diagramador con el que hice el Abecedario y Poamorio, (Héctor) Libertella y otros, para tener reacciones respecto a ese material, que fue con el que después empecé el suplemento “El cuento del poema” en los tres últimos números de Asemal. Cuando termina Asemal mi idea era ponerme en un proyecto más amplio de rescate de lo que había hecho, entrelazado con mi vida. A mediados de la década del 80, luego de un período en que trabajé en una investigación, pude otra vez bajarme de la sociología y quise avanzar con el proyecto. Después descubrí que todo lo que había escrito trazaba un poco el recorrido de mi vida. Entonces me di cuenta de que debía ordenar los poemas, hacer un inventario cronológico y una cuidadosa transcripción de los textos que me parecieran mejores.

-Me llama la atención el orden de la autobiografía. El último tomo que tiene previsto publicar, el sexto, es el que abarca sus primeros trabajos; el tomo uno, por su parte, corresponde cronológicamente a un tiempo intermedio

-Bueno, tiene que ver con más de una cosa. El tomo uno, dedicado a mi estadía en Estados Unidos, fue un período muy circunscripto en mi vida. Sabía perfectamente cuándo llegué, lo tenía en el pasaporte, sabía cuando volví, también estaba en el pasaporte. En ese período estuve como en una isla, sabía muy bien todo lo que había pasado, no había ninguna duda, ningún problema, qué había escrito, qué había hecho en sociología, todo estaba absolutamente documentado. El comienzo de la escritura fue con algo más contemporáneo, pero cuando me empantané porque no tenía la cronología de los poemas y porque me faltaban cosas me fui a lo absolutamente seguro que era lo de Berkeley. Por eso fue el tomo inicial. Y porque además era el tomo en el que para mí aparecía lo que llamo mi graduación poética, que fue La saga del peronismo.

-En una nota en que menciona la muerte temprana de su padre, dice que le ha costado reconocer padres literarios. Es decir que se ha formado solo.

- Sí. Creo que bastante.

-Por ejemplo, nadie le dijo que con La saga del peronismo había llegado a su “graduación poética”. Fue una conclusión propia. Y recibió una crítica de Enrique Pezzoni.

-Sí, tan favorable (Risas). El peronismo fue una marca muy fuerte, y más viviendo en la ciudad de Buenos Aires, donde tenían lugar todas las concentraciones. Yo tenía muy presente todo eso. No recuerdo que para escribir el poema haya tenido presente nada más que mi experiencia. El espaldarazo que tuve en Berkeley me lo dio Fernando Alegría. Me ofreció publicar en una revista de escritores chilenos y yo le dije que no, infantilmente. Después muchas oportunidades como ésa no he tenido.

-Usted ha escrito que ser exacto en ciencia no es lo mismo que ser exacto en poesía. ¿Cómo entiende la exactitud en poesía?

-Pienso que se trata de ser lo más fiel posible al sentimiento, la idea, lo que sea, que a uno se le ha ocurrido y dio lugar al poema y entonces tratar de ajustar con el máximo de rigor eso que a uno le vino de modo de hacerlo lo más sólido posible. Muchas veces sale con fallas, es difícil que a uno le salga un poema redondo, un texto que salió y al que no hay que tocarle una coma, un punto.

-¿La búsqueda de la precisión aparece en el trabajo de corrección?

-Sí. Lo de preciso es porque me fijo mucho en el vocabulario. Quiero decir, creo en el diccionario. E incluso también creo dudando. Cuando yo era chico estaba acostumbrado a lo que se hablaba en mi casa, a lo que oía de mi madre y mis abuelos. Y más de una vez controlaba si lo que sabía del habla cotidiana estaba recogido por el diccionario. Quiero decir, tomando como norma lo que conocía que se usaba. Entonces creo dudando, a partir de la experiencia de hablante que tengo, porque el diccionario nunca es tan fino como para recoger todos los matices del habla del universo castellano. Yo me crié con la enciclopedia Espasa, y hay cosas que están en esa enciclopedia, que debe ser la edición de 1928, 1930, la que yo tenía en la casa de mis padres, que después uno no encuentra en los diccionarios actuales, que recogen bastante menos, por razones de espacio, practicidad, el énfasis visual, etcétera. A mí todo eso me importa mucho. Para tener el intento de máxima precisión en lo que estoy diciendo, recurro al diccionario, o al uso, en una región determinada. Mi familia está en el Uruguay desde fines del siglo XVIII y mi madre tenía una manera de hablar muy común pero también muy peculiar, que supongo venía de mis abuelos, y yo eso lo respeto, había cierto tipo de palabras a las que se les daba un uso levemente divergente, distinto. Mi madre era capaz de imitar o reproducir los modos de hablar de otras personas, de italianos, españoles o algún otro tipo de inmigrantes. Cuando hacía alguna narración le daba a cada uno de los personajes la voz que le correspondía, un poco como hacía la radio. La gente de mi generación tenía un oído muy fino para los matices del castellano que hablaba gente de otros países de América. Entonces uno escuchaba a alguien hablar y sabía de dónde venía. Y además a uno le importaba, o por lo menos a mí; estos matices, con la universalización televisiva, se han perdido, o no le importan a nadie.

-¿Por qué le da tanta importancia a los detalles concretos, exactos?

-A mí no me basta una descripción general. En Asemal hay un pequeño texto, “Temporalidad”. Es algo que me pasó un día frente a la estación Chacarita del subte. Ese poema, que es de comienzos de la década del 70, lo proyecté después hacia delante y hacia atrás, tratando de pensar cómo podría ser ese lugar en que yo estaba en ese momento cien años más tarde y cómo habría sido cien años antes. Y qué indicación podía darle a la persona que lo leyera dentro de cien años como para que tuviera precisión sobre dónde y cómo yo estaba y cuál era el ámbito en el que me movía. Necesito eso. Es a lo que trato de aproximarme para conocer algo de la vida de una persona y para tener una idea sobre él. ¿Dónde vivía esa persona, físicamente? ¿Qué cuarto tenía, en qué lugar estaba? ¿Tenía fondo, había o no había árboles? ¿Cuánto pagó por eso? Yo pongo una escritura que demuestra que hace 40 años en Buenos Aires se podía comprar un departamento a una cuadra de Pueyrredón y Santa Fe por una suma equivalente a 15 mil dólares. Un departamento con baño, toilette, dos dormitorios, un living grande y una terraza. Hoy debe valer seis, siete, ocho veces más. Además, ¿cuánto ganaba la persona que en ese momento compró eso y cuánto gana la persona que hoy aspira a tenerlo? Eso dice algo sobre el país, sobre las condiciones materiales en que alguien que quiere escribir puede intentar hacerlo. Lo mismo con el costo de los libros, que he puesto. Para mí son datos básicos. Esto se aplica a la poesía: por qué está puesto esto, qué quiere decir esta palabra, cómo viene la secuencia, de qué me está hablando. Y las fotos, los documentos, los poemas y redacciones que hice hace muchos años, incluso algunas que voy a rescatar de cuando estaba en la Facultad de Filosofía y Letras, son un intento de acercarme a eso. Y algunos textos que ni yo mismo sé muy bien qué quieren decir, los voy a mandar tal cual, porque son el que yo era en ese entonces, no los voy a corregir, no tiene ningún sentido. Tengo que poner el que yo era.

- ¿La sociología le ayudó en algo con respecto a la poesía?

-Primero, porque me permitió irme afuera y estudiar. Esa oportunidad me hizo crecer, personalmente y en términos de lectura y de exposición a gente muy capaz. Después hubo bastantes lecturas que hice al comienzo, que me sacaron de mi provincianismo. Cuando empecé a leer cosas de antropología y advertí que la muerte, por ejemplo, que era uno de mis temas, podía ser vivida y conceptualizada de distintas maneras, según distintas culturas, eso me dio mucho que pensar. Además estando allí pude leer y oír mucha poesía, porque había muchas grabaciones, tanto de poetas ingleses como de poetas españoles. Y me ayudó también a perfilar un rasgo que tuve desde siempre, a tomar cierta distancia. Me enseñó a trabajar rigurosamente, reuniendo los materiales que fuera necesario, pasándolos por distintos coladores para que quedara lo más significativo. Lo demás creo que en gran medida lo tenía. Mi actitud fue siempre bastante parecida a la que terminó siendo, en el sentido de que he sido sociólogo antes de estar en la profesión. Alrededor de 1950, cuando estaba en la Facultad, años antes de empezar a hacer algo con la sociología, yo era delegado estudiantil a Fuba, por Filosofía y Letras. Me acuerdo de esas reuniones que se citaban a las ocho de la noche, con suerte empezaban a las diez y duraban hasta las cuatro, cinco de la mañana. Reuniones de corte político, con discusiones sobre el cielo y la tierra y que no llevaban a nada, eran un desperdicio de tiempo. En esa época, yo que era curioso y paseaba por las librerías, descubrí en una de las librerías de la facultad, una revista, Esprit, que dirigía Emmanuel Mounier. Allí había una encuesta a estudiantes franceses, donde les preguntaban cómo vivían, quiénes eran, qué querían hacer. Quedé deslumbrado; entonces no tenía nada que ver con la sociología, seguía Filosofía, pero eso era lo que necesitaba, la cuestión concreta, lo otro era un bla bla blá infame.

-El tema de la muerte, que mencionaba, puede vincularse con Corrupción de la naranja, que es un poema y un estudio.

-Sí, es también un estudio. En ese momento yo había venido de los Estados Unidos, estaba recientemente separado, y me había alejado de mi hijo, que era lo que más me importaba. Además había pasado por una operación de várices, que no era riesgosa, pero cualquiera de estas instancias a uno le evoca lo que puede llegar a pasar. Como cuando uno viaja en avión, son ocasiones en que uno se pone más en riesgo que andando por la calle. Todo eso estaba presente. Además estaba solo, afectivamente. Entonces se juntaron una serie de cosas como para que estuviera el tema de la caducidad, del deterioro, de la muerte incluso.

-En sus poemas raramente hay agregados, extensiones. Lo fundamental está dado en el arranque. También dice que en un momento de confusión retorna a la primera versión.

-Sí. La cosa es tener la chispita inicial. Me parece que es la parte más verdadera. Cuando uno se pone a ampliar, o a podar, por ahí se desvía del camino. Entonces tiene que tratar de mantenerse aferrado a esa “visión original”, entre comillas.

-¿Hubo un momento en particular en que comenzó a conservar los manuscritos?

-No, empecé a guardar de entrada. Tengo, por ejemplo, el manuscrito del primer poema que escribí. Pero he perdido, también. A partir de mi estadía en Estados Unidos creo que en general guardé bastante. Y cuando me puse a reunir el material que ha estado saliendo en todos estos libros, ahí hice un inventario, una cronología. Los tengo prolijamente guardados.

-¿Escribir el Abecedario médico fue cumplir el sueño del diccionario propio? ¿Cómo comenzó a escribirlo?

-Así como La mesa está dedicada a mi madre, el Abedecario, aunque no está dedicado, tiene que ver con mi padre, que era médico. Un día me lastimé por golpear con una ventana al levantarme y me hice un corte en el cuero cabelludo. Fui a un hospital que tenía cerca, me revisaron, me cosieron y me dieron una inyección antitetánica, que tuve que ir a comprar. La inyección se llamaba Tetabulín. Pasaron unos meses y un día me acordé de la inyección y me dije “Tetabulín, bulín de la teta, bulin mistongo”. Entonces puse en un papelito Tetabulin = corpiño mistongo. A la semana o al mes encontré el papelito y me pareció divertido. Ahí me acordé de los vademécum y pensé que podía trabajar con eso. Dado que mi padre era médico, y uno de mis hermanos también, los vademécum eran pan de todos los días en mi casa. Empecé a trabajar asociando libremente a partir de los nombres de los productos. En determinado momento creí que eso podía dar lugar a una publicación en un diario de la capital, intenté, fracasé y seguí trabajando. Pero el Abecedario circuló muy poco; no recuerdo que haya habido ningún comentario en medios. Filloy lo comentó muy bien en un diario de Río Cuarto, pero otros comentarios públicos no recuerdo. Casi nadie se enteró de que existía. En librerías se vendieron 80, 90 ejemplares; no tengo idea de quién los habrá comprado, y yo vendí a través de Asemal 50 ejemplares y después no pasó más nada porque al Centro Editor le incautaron y quemaron libros y le sacaron el depósito y yo fui corriendo a rescatar los pocos ejemplares que quedaban. El sello con el que salió el Abecedario es uno que me prestó Boris Spivacow. Hice un intento de colocar ese libro con laboratorios medicinales porque creí que era una posibilidad, pensaba que podía ser parte de una publicidad inteligente (risas).

-También con La mesa intentó algo parecido.

-Sí. Siempre tengo ideas que creo muy buenas pero que no me llevan a ningún lado. En los laboratorios me miraban como a un bicho raro. En algún lado pensaron que podía poner en peligro al laboratorio porque yo cuestionaba algunas marcas que a lo mejor eran competidoras o era un texto que no tenía la seriedad necesaria para la publicidad de un laboratorio científico. No sé si fueron excusas, pero lo cierto es que me rebotaron. Yo estaba acostumbrado por mi padre, que recibía permanentemente publicidad en la forma de secantes -en aquella época se usaba la tinta-, de láminas -con castillos europeos o grandes obras de la pintura. Vivía inundado de propaganda que mandaban los laboratorios médicos. Así que para mí no era nada extraordinario pensar que un laboratorio pudiera imprimir una tirada grande de este libro que tenía 40 páginas como una atención de fin de año. Pero bueno, no fue el caso.

-Sus libros cuestionan la forma del libro tradicional: en el caso de Poamorio, la portada y la contratapa están en el interior; en La mesa omitió el nombre de autor, una decisión fuerte.

-En ese momento, en los trabajos que leía de la crítica, a principios de la década del 70, la noción de autor había pasado a estar en un nivel secundario, en el sentido de que se privilegiaba el texto. No importaba la firma sino el producto. Yo quise hacer un intento en ese sentido para ver qué pasaba. Y me fue muy mal. Josefina Ludmer, que le dedicó un buen párrafo al libro, apuntó que era una estrategia muy equivocada, en término de los resultados que se podían obtener. No pasó prácticamente nada con el libro. Algunos se desconcertaron bastante, empezando por los libreros, los distribuidores. En la editorial me respetaron lo que pretendía. Aparentemente se tomó como que no valía la pena opinar sobre el libro. Pero lo que importaba no era quién lo hacía sino si valía algo o no. La suerte que he tenido, creo, es que generalmente he encontrado cómplices, gente que me ha acompañado. Por ejemplo, en el caso de Poamorio, mi idea era hacer el libro así, pero poniendo en el centro una lámina de plástico negro o de celuloide. De modo que en escritura de espejo, como en Leonardo, se leyera el título. De un lado, el izquierdo, la lámina y sobre el derecho, invertido, el título del libro. Cuando hablé del tema con Juan Andralis, la idea le pareció buena pero inadecuado el recurso. Sostuvo que era más propio de la publicidad y que la tipografía tenía sus leyes, que no había que infringir. Entonces me ayudó para hacer el libro que quería. Y con el Abecedario pasó lo mismo. Son libros que no sé si hoy se podrían hacer en una editorial comercial; en aquella época no se podían hacer.

-Pero La mesa salió en Siglo XXI.

-Ellos tenían una colección, Mínima, medio especial, donde salían cosas de poesía y ensayo, como un pequeño pulmón que ellos tenían y ahí entró. Yo creo que La mesa está muy sólidamente razonada. Pero según en qué cosas uno se apoye, esos razonamientos pueden llevar a un disparate.

- ¿Cuánto de humor hay en La mesa?

- Hacer humor es una cosa muy seria, y tan trabajosa como hacer drama. No es que me haya propuesto hacer humor, salió así. Ahí está lo del arranque que decíamos antes. Las primeras líneas que yo tengo salen de un sueño, de pronto me despierto diciendo unas líneas, prendo la luz y empiezo a anotar.. Y salen líneas que tienen que ver con tres, cuatro de las partes que tiene finalmente el texto y además cuando leo en caliente y agrego cosas ya me doy cuenta de con qué está conectado. Yo, que me crié con el Espasa al lado, sabía perfectamente cuáles eran las entradas del diccionario, cada una de las palabras más importantes, con distintos rubros. Y a la mañana siguiente lo primero que hago es ir al Espasa a ver la palabra mesa.

-¿Cómo condensaría su trabajo poético?

-Lo que me interesó en general fue tratar de decir algo que tenga significación. Esto es muy engañoso y complicado. Voy a dar ejemplos. Yo era muy lector de Unamuno, y Unamuno tiene en el Cancionero unas líneas que dicen: “De mis hijos hijo ahora y sin masculinidad…”. Para mí la persona que llega a decir eso, en esa época, aceptando serenamente su vejez, ya está, llegó, me saco el sombrero. Otro ejemplo: no sé si la anécdota es cierta o no. Creo que Joaquín de Vedia, en un libro sobre distintos personajes argentinos de la historia, cuenta un episodio vinculado con el fin de Carlos Pellegrini. Mi recuerdo es éste: Carlos Pellegrini está en cama, entra la mujer y lo ve llorando. Pellegrini era enfermo terminal, tenía un cáncer. Dice ella: “tú, tú, Carlos, llorando”. Y Pellegrini: “Qué querés, gringa, es la última aflojada”. Si esto tuvo lugar, aparte de que me parece una anticipación del tango, yo también le saco el sombrero a Carlos Pellegrini. Y lamento que la mujer haya sido la que le dijo eso, no entendía nada. Pero también esa afirmación a mí me importa. Otro ejemplo, un título del diario Crónica, el día que Gatica murió: “Gatica perdió para siempre”. Y el último. No es una cita puntual pero para mí es la primera poeta o poetisa argentina, la mujer de Mariano Moreno. Son cartas de María Guadalupe Cuenca a él, en que lo llama “Moreno mío”, “Moreno de mi corazón”. Hay que leerlas. Y termino con un recuerdo: el librito de Proust sobre la lectura que editó Leopoldo (Kulesz). Me parece una maravilla porque además ese librito, que no tiene nada que ver con la sociología, muestra sin embargo un rigor de hierro y una precisión admirable, matemática diría, para hablar de sentimientos y de recuerdos.

El cuento de un poema (inédito)

La anotación inicial, del lunes 16 de febrero de 1981, es un chiste. Habla de un poema (segunda línea) que no existe como tal (no hay nada dicho). Y agradece al excelente y olvidado maestro autor de la versión original, bajo el supuesto de que quien escribe pudiera haberse copiado inadvertidamente de él.
La versión II agrega un título, en consonancia con el cual se incluye una línea por la que se piden "mil perdones... al antecesor".
Con la tercera redacción aparece un cambio de escala en el poema, al pensárselo como posible Epílogo (dice erróneamente "colofón" en III y IV) de unas Obras Completas. Se habla de "el fruto de una vida" y de "humilde servidor". El "en estas líneas" con que terminaban I y II oscila ahora entre "en tantas" y "en medio de sus líneas". Es que han pasado varios años entre las dos anotaciones iniciales y el proyecto autobiográfico (1986-1989), cuya primera redacción estaba muy avanzada.
La versión IV elimina una línea que venía de las tres anteriores: "no es copia de ninguno". Desaparecen también "fruto de una vida/ respetuosa de la mejor tradición".
La V se vale de un título largo, piadoso, remedando un supuesto estilo "oriental" (con el que tiene que ver mi apellido, por la ciudad china homónima; también los uruguayos, como mis padres, nacidos en esa "Banda") y llama Summa al libro al que estas líneas servirían de epílogo. Es el nombre que Juan Andralis usaba para referirse a la obra. El final se perfecciona mediante la adjetivación de la excelencia y el declararse que aventaja a la nuestra completamente ("en toda la línea", modo adverbial) y, jugando con él, "en cada una". En una variante que contemplé, puse
en toda(s) la (s) línea (s)
con lo que se tiene en un renglón lo que ahora ocupa dos. Al grabar el poema, algo que a veces hago para tratar de mejorarlos, descubrí que no había forma de leer ese final para que la doble posibilidad quedara clara: la lectura sonaba artificial, forzada. Me conformé con que las líneas fueran dos.

I

1 Quisiera creer
2 q' este poema
3 no es copia de ninguno
4 es la primera vez
5 q' alguien
6 (humano)
7 lo escribe
8 Si supongo q' no
9 sin embargo
10 gracias a quien lo escribió
11 por vez primera
12 a mi olvidado maestro
12' al olvidado maestro
13 cuya excelencia refulge
14 en estas líneas

II
Oriental

1 Quisiera creer
2 que este poema
3 no es copia de ninguno
4 es la primera vez
5 que alguien
6 lo pone por escrito.
7 Bajo el supuesto
8 de que así no sea
9 sin embargo
10 pido mil perdones
11 y doy gracias desde ya
12 a mi antecesor
13 el olvidado maestro
14 cuya excelencia refulge
15 en estas líneas

III
Colofón oriental para
Obras Completas

1 Quisiera creer que mi obra
2 el fruto de una vida
3 respetuosa de la mejor tradición
4 no es copia de ninguno
5 por primera vez alguien
6 en este caso yo
7 humilde servidor
8 la pone por escrito.

9 Bajo el supuesto
10 de que así no sea
11 sin embargo
12 pido desde ya mil perdones
13 a quien o quienes corresponda
14 el o los olvidados maestros
15 cuya excelencia refulge
16 en tantas de sus líneas

IV
Obras Completas
(colofón estilo oriental)

1 Quisiera creer que esta obra
2 tal cual queda impresa
3 no ha sido leída por nadie
4 antes de ahora
5 salvo por mí
6 humilde servidor.

7 Si así no fuere
8 pido desde ya mil perdones
9 y me inclino reverente
10 ante quienes corresponda
11 los olvidados maestros
12 cuya excelencia refulge
13 en medio de sus líneas

V
Salvedad final
a la usanza y en loor
de mis antecesores

1 Quisiera creer que esta Summa
2 tal cual queda impresa
3 no ha sido leída por nadie
4 antes de ahora
5 salvo por mí
6 humilde servidor
7 y algunos dilectos amigos.

8 Si así no fuere
9 pido desde ya mil perdones
10 por mi error
11 y me inclino reverente
12 ante quienes corresponda
13 los olvidados maestros
14 cuya excelencia, preclara
15 aventaja a la nuestra
16 en toda la línea
17 - y en cada una