Darío Canton | Escritor & Poeta
PUBLICACIONES | Literatura | De la misma llama - La yapa. Primera parte (1990-2006)

Una nueva sala para el Museo Canton

Revista Ñ | 7 de marzo de 2015

Sergio Chejfec

Sin llamar la atención, ya está en la calle Corrientes el séptimo volumen de la autobiografía de Darío Canton. Si bien esto ocurre con la mayor parte de lo publicado, en este caso se produce una paradoja evidente dado que sus libros resultan llamativos con todo derecho y, digamos, por principio. Los tomos de De la misma llama son de formato grande, con una gran cantidad de páginas, carecen de orden cronológico, están compuestos por materiales heterogéneos –documentales, poéticos y confesionales– y tratan de contar toda la vida de su autor.

Según aclara el título, este nuevo tomo es una primera yapa; abarca el período que el autor dedicó a su empresa biográfica. Es decir, parte importante guarda relación con la preparación de los primeros seis volúmenes. Canton anuncia una segunda yapa, que comprenderá de 2006 a 2014. Lo publicado abarca un período que va de 1928 a 2006 –78 años de vida– y lleva casi 3300 páginas. ¿Extravagancia? ¿Desmesura? Sí y no al mismo tiempo.

No sólo por estos rasgos, sino por la forma como los materiales se presentan, y por las creencias literarias que esos materiales predican, la obra de Canton ha adquirido tal singularidad en nuestra literatura que, a fuerza de autonomía, se ha constituido en evidente tópico de la excepción que representa.

Hay una relación conflictiva con el género de la autobiografía propiamente dicha, dado que el discurso hilvanado de la memoria, en el caso de Canton asume un rol auxiliar frente al predominio asignado al registro y la documentación, que es sobre todo gráfica (imágenes de personas, eventos, lugares u objetos; facsímiles de facturas, manuscritos, planos, cuadros, artículos de prensa, contratos, libros, revistas, documentos, etc.) y textual (poemas, cartas, comentarios, actas, minutas, resoluciones, etc.). La presencia del archivo es tan dominante que, en primer lugar, no sólo define una escritura de acotación, limitada a servir y enmarcar lo visual, sino que propone implícitamente una particular noción de experiencia, amenazada por la ausencia de cualquier testimonio.

No estamos frente a una historia de vida en que lo simbólico o lo imaginario ocupan un lugar dominante; más bien, se trata de una autobiografía material, en la que el sujeto es un actor diluido en lo real y fervoroso administrador de sus pruebas, que cultiva, prepara, persigue y, sobre todo, construye para plegarse, cuando las fija, a su muda irradiación.

El resultado es sorprendente, Canton crea un aparato expositivo cuya estrategia se parece mucho a la de los museos. El museo no sólo subraya o trastorna el material que expone, sino que sobre todo lo sustrae del curso temporal natural, previo a la catalogación. En esto consiste la extraña materialidad del proyecto de Canton: un archivo de documentos que, extraídos de ella, testimonian una vida al precio de suspender toda acumulación narrativa.

Sería un error pensar que un relato de vida de estas características es proliferante e inacabable. Más bien es lo contrario: es cuantioso, sí, pero sólo porque se enfrenta a la tragedia de su propia cancelación. Su lógica de construcción material lo lleva a reducir el campo de lo empírico, lo cual paradójicamente se debe a que el campo de lo no empírico, todo aquello que no consiste en experiencia cuantificable, como consecuencia de la vocación probatoria del autor, tiende a ser en primer lugar acotado y quedar paulatinamente enmudecido.

Tengo la impresión de que no importan tanto las respuestas que puedan pedírsele a esta obra sino las preguntas que ella genera. Por ejemplo, el volumen más abarcador es el quinto. Cubre desde el nacimiento hasta la adultez del autor. Y aparece en 2008, el mismo año de las memorias de un estricto contemporáneo, Tulio Halperín Donghi. Ambas autobiografías son antagónicas. Revelan unas ideas de sujeto inmerso en los hechos históricos, o de héroe, radicalmente distintas.

Tengo la impresión de que mientras Halperín propone su autobiografía como inscripción en la Historia –un poco a la Eric Hobsbawm, dentro del saber al que se dedicó en vida–, Canton se somete a una historia que oscila entre las mayúsculas y las minúsculas, y de la que, dependiendo del nivel de responsabilidad que se asigne, es actor, víctima o testigo.

Pero es sobre todo la presencia de las mediaciones entre sujeto e historia lo que define las diferencias entre los dos proyectos. El de Canton consiste sobre todo en la construcción documental como sublimación de lo histórico, y es lo que le permite una historización de la vida privada.

En este sentido, la extrema materialidad es un dato inseparable del carácter conceptual de esta autobiografía, que como tal se resuelve en una minimización del sentido proveniente de la misma diversidad de pruebas que ofrece ante los fascinados ojos del público asistente a esta instalación. Un público así invitado a una durable frecuentación con lo efímero.

Una de las polaridades más mencionadas en este libro séptimo, y en realidad, también en todos los otros, es la oposición Poeta / Sociólogo. El autor se define como poeta por vocación y sociólogo por profesión. Probablemente no sea esta la mejor oportunidad para comentar la poesía de Canton, en buena medida porque a través de su proyecto autobiográfico terminó por asignarle una nueva definición y envoltura.

Sí puede ser interesante observar, sin embargo, de qué manera las premisas de la investigación social y en especial los protocolos de la sociología electoral (el área a la que Canton se dedica profesionalmente) moldearon una autobiografía que, precisamente, en la medida en que parece provenir del exterior de la literatura o de discursividades vinculadas, interpela con fuerza aquello que la literatura es capaz de decir hoy sobre la vida social y la de los individuos en general.